miércoles, 25 de agosto de 2010

Lanzada

Lanzada. Este verano a momentos que pensé que me ilusionarían y planifiqué para que ocurrieran (hace tiempo que sé que necesito “planificar ilusiones”), o a momentos, que transcurren por sí solos de forma imprevisible y que incluso me ilusionan más. Porque los días van llegando. Y los momentos. Y nosotros estamos ahí: unas veces con las manos en los bolsillos sin saber muy bien qué hacer, y otras, viviendo con la conciencia de que llegó esa ilusión esperada e intentando disfrutarla con todos los sentidos. La espantosa pero divertidísima peluca rubia de M., el espíritu de superación reflejado esta vez en el fútbol que asombrosamente une identidades aunque sea por unas horas y se siente intensificado al vivirlo fuera, el sabor de los tostones puertorriqueños, las risas en el rooftop de Inman Park en Atlanta, pasan por mi cabeza a retazos, en momentos de ida y vuelta a la playa, en instantes previos a algo…Hay lugares extraordinarios, a los que volveríamos una y otra vez –aún siendo el mundo tan grande-, pero hay circunstancias, encuentros entre personas, formas de “crear esas circunstancias y esos encuentros”, que pueden ser igualmente extraordinarios. Y, por lo segundo, me veo reconociendo durante los últimos cuatro años, el calor húmedo de los julios de Georgia, y la suave bajada hacia el bar de Piedmont Park, mientras tumbados en la hierba intentamos superar el jet lag. Incluso, este año, hemos aprendido a estar echando de menos (como ocurre en los lugares de siempre)…

Pero hay más filminas que van pasando: el National Mall con más y menos sol y nosotras paseándolo, desde el Capitolio al monumento a Lincoln, y al revés, al atardecer; nuestra curiosidad en la catedral más nueva y sorprendente que he visto nunca en Occidente: sus murales, sus vidrieras de colores, su convicción en ellos…y esa pequeña iglesia al lado, con bancos de madera en la puerta…el campo en el mismo Washington D.C.; las aulas en escalera de la Universidad de Georgetown, el estilo colonial de la fachada, y el pequeño canal del Potomac…Y, después, los abrazos, el descanso. Agosto a veces me produce la misma sensación que las noches en las que al día siguiente no hay que madrugar: es como si hubiera todo el tiempo del mundo por delante. Como si nunca fuese a llegar la mañana…

…Las playas de arena dorada y finísima, emulando a las marismas cercanas cuando se alternan la arena y las pequeñas lagunas de agua salada que improvisa la marea, a la caída de la tarde, con el sol bajo, podrían verme los minutos, las horas y los días. A instantes, a una pizca de “mi melancolía”, también. La brisa, la sal, el hambre que da el agua. Y la risa tonta. Las miradas perdidas y el maravilloso silencio que produce la compañía querida y confiada. La misma que hace que subamos, bajemos y viajemos una decena de kilómetros en línea recta en el pueblo, en la sierra. El desayuno en una casa, la comida en la otra, y, si me apuras, el postre en la tercera. Los atracones. Los pequeños vergeles que se pueden construir en tierra seca, árida…Lanzada.