A veces es como si el mundo estuviera dividido en dos. Como si existiera una línea divisoria intangible, pero perceptible al menos desde mi óptica, entre el mundo de los de allí, los de fuera, y el de los de acá, los de dentro. En el mundo de los de allí, la gente camina casi siempre apresuradamente, cogen el autobús o el coche, se dirigen a sus lugares de trabajo, hacen la compra a la salida -entran y salen del supermercado con bolsas en las manos-, piden cita con el logopeda de sus hijos, van a recogerlos al colegio y los llevan a gimnasia o a música, hablan por el móvil, quedan con los amigos para tomar una caña después del trabajo y charlar sobre un nuevo proyecto que tienen entre manos, comentan sobre el nuevo o la nueva que ha entrado en el trabajo -sobre sus jefes, sobre sus compañeros-, organizan una cena en casa durante el fin de semana para celebrar su cumpleaños que fue la semana pasada, van de rebajas, se visten a diario…
Lo veo por la ventana. Casi me marea el trasiego, y me retiro, pero en el fondo siento una especie de “ganas escondidas por la fatiga” de estar al otro lado del cristal. Pienso que desde la otra óptica, la de la vida que transcurre fuera, la sensación no es la misma, la “consciencia” no es la misma. Esta consciencia, la de la línea divisoria intangible, pero perceptible, sólo se adquiere desde esta óptica, al menos de forma lúcida, clara, y más continuada. Y esta óptica no se elige. Nadie te pregunta, claro. Sólo te dan un empujón, y cuando quieres darte cuenta estás ahí. Aquí, acá… Pero pronto empezaré a pasear, tres minutos, cinco, diez, cada día un poquito más. Pero empezaré, y, pasearé. Pasearé.