domingo, 20 de diciembre de 2009

Argentina (II)


La gente es tremendamente lista y despierta en aquellas latitudes –siempre lo percibí así, allí más-, amable, acostumbrada a vivir en una situación de crisis que siempre acecha, pero sabedora de que en el caos también funcionan las cosas (a su manera, pero funcionan. Son esas inercias inexplicables). Porteños orgullosos de su ciudad y de su río de la Plata, que procediendo en una buena parte de mezcla de identidades supieron crear una propia, distinta, original, la suya (basta pasearse por el barrio de la Boca, o captar algo del talento de Astor Piazzola para darse cuenta). Fieles a sus ídolos, o a aquellos con los que se identificaron alguna vez, añoran en todos los políticos al gran Perón, y escuchan a Sabina, en todas las calles, en todas las plazas, en cualquier esquina. En el boulevard de los anhelos que se viven, porque uno se empeña y la suerte le acompaña, en el Viejo Almacén de San Telmo, un violín y un bandoneón melancólico, me trajeron un último recuerdo: mi primer paseo por las calles de la ciudad más austral -Ushuaia-, con la mochila al hombro, y aquella mañana de fines de primavera, de viento, frío y sol, en la que, rodeada de bosques de lengas y niros, y de los Andes nevados en su parte más alta, observaba con cara de satisfacción y asombro el canal Beagle y la bahía de Lapataia de Tierra del Fuego… Otro horizonte...

sábado, 19 de diciembre de 2009

Argentina (I)


Uno va recorriendo caminos y en algunos encuentra horizontes. He visto tantos allí, que espero creer en su existencia cuando no los vea, y saber cambiar de camino para poder encontrarlos, si los momentos de ceguera perduran en el tiempo. Nunca los atardeceres fueron tan largos y bellos, ni los amaneceres tan vivaces. En la lentitud de los primeros fui consciente de mis mayores debilidades. Pero ese tránsito más largo de lo que estoy acostumbrada, y así, más tiempo más bello, me permitió aceptarlas un poquito más, sin que mi mente pasara a otra cosa porque había llegado la noche (como una tarde en Calafate, sentada junto a una cristalera, tomando un chocolate caliente, y mirando al azul indescriptible del lago Argentino). La intensidad y rapidez de los segundos, la de los amaneceres, al principio me molestaban sobremanera, y claro, me resistía…, pero fui dejándome llevar, poco a poco, y sin darme cuenta terminaron fascinándome. De Norte a Sur del país, la naturaleza me sobrecogía. A veces, me achicaba los ojos, por mucho que yo quisiera agrandarlos, y me doblegaba. Otras, sin embargo -porque yo no me daba por vencida- le plantaba cara a su hermosura, y desafiante, cogiendo todo el aire -o agua- que cabía en mis pulmones, me quedaba embobada, mirándola (los impresionantes saltos de agua del río Iguazú entre Argentina y Brasil desde arriba, las bocanadas de agua espumosa que en algunos momentos se me antojó que estaban mezclados con chorros de miel que se derretían al llegar a la parte calma –era el color de las piedras y de la tierra que arrastraba el enorme caudal de agua-; la estepa patagónica, árida, casi “la nada” a través de kilómetros y kilómetros, donde se mezclaban el marrón grisáceo de la tierra, el azul “lechoso” del lago Argentino, el verde pálido de esta parte de las montañas con restos de nieve del invierno, y el azul del cielo; los recorridos entre glaciares e icebergs donde el verde de las montañas, contrastaba con otro azul, el de la luz que se reflejaba en la nieve acumulada que “chorreaba de esas montañas”, o el de los trozos de hielo que se desprendían con su movimiento; el glaciar Perito Moreno con su potente pared asimétrica, azulada, fuerte, imbatible, sorprendente, allí, tras la curva de los suspiros, dejándose ver…).