jueves, 7 de agosto de 2014

"Laissez les bontemps rouler"

Abrir los ojos y ver sólo el cielo y las copas de los árboles casi entrelazadas. Oscuras sobre un fondo azul intenso. Y permanecer ahí, inmóvil, sin ningún pensamiento...Primero fue en Gredos. Luego en Atlanta (semana de rareza inolvidablemente dulce).  Y ya supe que este verano tocaba mirar al cielo.  Tumbada, desde abajo. Y ver las copas de los árboles y sus hojas, verdes, de diferentes tipos, según el árbol, según el lugar. Arriba, en el cielo... 

En New Orleans,  el calor húmedo de mediados de julio, nublaba el cielo y las hojas de los robles. El musgo que colgaba de ellas y de sus ramas, le daba el toque extravagante, pero al mismo tiempo acogedor, que se respiraba en esta ciudad nada más aterrizar y mirar alrededor.  Nuestro paseo por St. Charles,  nos introdujo en las grandes mansiones coloniales,  que lucían a ambos lados de esta avenida, flanqueada por robles y, por ellas, detrás. Casas criollas y plantaciones de otra época venían a la cabeza. Estábamos en la cuna del Sur, y del vudú, y de la comida y la música negra, del jazz. De ese Sur, que también se ha convertido en algo mío, desde hace ya siete años. Con cierta sensación de irrealidad, en Freshmen, por la noche, al día siguiente, pudimos disfrutar de esa música, en especial del blues y del jazz (allí, un día, seguramente estos mismos  locales, vieron nacer a Louis  Armstrong  o a los hermanos Marsalis...).  Pasamos por la Universidad de Tulane, por el elegante Garden district, y sin apenas darnos cuenta, llegamos a Jackson Square y a la Catedral de St. Louis. Se celebraba una boda y los novios y los invitados bailaban al ritmo de un saxo, la fachada de las casas era una balconada en forma de arcos con filigranas de forja o de madera, en las dos plantas; la primera de techo muy alto y con ventiladores. De colores, además. Pintadas de vívidos colores  como los cuadros que había apoyados en cualquier pared, al lado de artistas extranjeros, que te invitaban a ver su obra. Un piano negro, en la encrucijada de varias  calles, ponía música al atardecer, con el barrio financiero al fondo, mientras el sol se escondía tras el puente del río Mississippi, al otro lado. Esto era el “French Quarter”. Color. Música. Alegría. Arte. Vida en movimiento. Gente despierta. En la calle. La cultura sureña, afroamericana, de unas cuadras atrás, se había transformado en francesa, en española, en europea. Y pudimos, en la calle Real, mirar a través de las rendijas de las fachadas desconchadas y aparentemente anodinas, y ver los vergeles de luz, de color, de arte, de moda, de mezcla, que había dentro, al fondo. Uno nunca se puede dejar llevar "sólo" por la apariencia. Porque puede haber algo más. Algo que falta por descubrir detrás de lo visible, de lo obvio. Incluso algo distinto. Más, en los lugares donde esta mezcolanza de culturas cohabitando,  han conseguido una identidad propia, original, y única. Entendimos por qué era allí donde debía existir un “cafe du monde”. En NOLA (New Orleans Louisiana). Y nos detuvimos en frente, en otro café, para calmar la sed y refugiarnos del calor, para ver pasar a la gente tan distinta, para escuchar música tranquilos, para  mirar con pespectiva. Para saborearlo, todo. Todo. “Laissez les bontemps rouler” (dejad que los buenos tiempos duren), se leía en una chapa dentro, en el lugar que descubrimos... 
Ya a la vuelta, me di cuenta de que habíamos olvidado los funerales a ritmo de jazz...