jueves, 8 de octubre de 2015

"Wanagi Tacanku"

Llegar y olvidarme de para qué fui. Lavarme la cara, retirarme el pelo de los ojos, sacudirme el cansancio, y estar allí. Andar por cada camino, estar atenta a cada olor, a cada sabor, a cada gesto, a cada mirada...A cada sonrisa. Repasar todos los rincones reconocibles y sorprenderme con los nuevos, con los que se han creado donde no parecía existir espacio. Salir antes, para encontrarme a conciencia con los atardeceres, mientras todavía se escuchaba la música dentro. Y volver un poco más tarde, para tumbarme en el campo, a mirar las estrellas y buscar las constelaciones. No parar de observar el horizonte y retenerlo. Retenerlo con intensidad. Verse con los ojos del que nos quiere. Y libres. Libres. Llegar y olvidarme de para qué fui...

lunes, 12 de enero de 2015

Con lo único que vale (me quedo)

"...No hay en ningún mundo prisión en que el Amor no pueda abrirse paso. Si no entiendes esto no has entendido nada acerca del Amor..."


(De profundis, Oscar Wilde, p. 194)

sábado, 27 de diciembre de 2014

Cotopaxi


….Cuando volví la cabeza aquella tarde de Diciembre, de frío de montaña tras una mañana lluviosa,  y te vi en esa especie de embarcadero en el que te habías quedado, mirando, tranquila, cámara en mano, vi también, la quietud, la calma y la serenidad, que se venía intuyendo. Y la sentí. Creo que fue esa conjunción del paisaje y tú juntos, al detenerme y miraros, lo que me despertó (esta vez, a mí).  Sentí lo que había anhelado durante el último año, allí, tan lejos, donde menos lo esperaba. Sonreí sin razón ni esfuerzo. Tuve la sensación de volver a encontrarme, de reconocerme, de saberme de nuevo. Y respiré hondo, y cogí todo el aire frío y limpio que pude. Y escuché, sobrecogida, el silencio. Su silencio, el de aquel lugar solitario, ajeno al mundo, y a otros visitantes, que pareció nuestro, y sólo nuestro, aquella tarde de primeros de Diciembre. Estábamos en la Laguna de Limpiopungo, dentro del Parque Nacional de Cotopaxi, y como nos había dicho el guía que contratamos donde comimos, “Poder del Águila” -su nombre traducido del Quichua-, era el mejor paso previo o preámbulo a la visita al volcán Cotopaxi… 
  


 
Rodeamos la laguna gélida, posiblemente de agua glaciar, y tremendamente quieta. Paseamos entre líquenes y matorrales altos, exuberantes, nada propios de esa altitud. Miramos con asombro a las plantas de preciosas florecillas rojas que crecían en estas latitudes, y  a la misteriosa  Nacha -o flor amarilla que calma la ira-. Los marrones y verdosos del valle y de algunas ondulaciones contrastaban con el gris azulado de los volcanes que nos rodeaban. La niebla no nos dejaba ver esa tarde al Cotopaxi, pero sí al Rumiñahui, el volcán hermano, que como consecuencia de la ruptura de su cráter en otro tiempo, lucía el perfil de un cóndor con sus alas desplegadas y a punto de echar a volar. Un cóndor majestuoso, que vigilaba “La Laguna”, y nos transmitía ese querer echar a volar. Al menos a mí, mientras oía, en un agradable susurro, las historias de "Poder del Águila", un andinista amante de sus montañas y con los ojos llenos de luz, de inocencia y de magia. Por la noche, descubrimos con emoción  e inquietud la Hacienda “La Ciénaga”, propiedad de la familia Lasso, la que le daba nombre al pueblo que había nacido en torno a ella. Se escondía detrás de eucaliptos, castaños y otros árboles centenarios, y era un lugar colonial y misterioso, con grandes puertas de forja y de madera, candelabros de otra época, largos pasillos y enormes salones señoriales, además de una preciosa ermita en el centro del patio interior -donde saborearíamos una satisfacción que  todavía desconocíamos-.  No pude, no obstante, dejar de pensar,  que en esa preciosa y acogedora Hacienda, había sitio de sobra para que todos los vecinos de Lasso durmieran bajo techo seguro y comieran caliente…Hay culturas y formas de hacer ante las que me cuesta no intervenir, aunque respete; y contradicciones, que me hacen torcer el gesto, aunque acepte... Es ese idealismo que a veces me pesa. Y, que otras, sin embargo, me aligera…
 

…La subida al Cotopaxi, no se habló o yo no estuve en esa conversación, supongo que en parte porque nos sentíamos ligeros y contentos; en parte porque "Poder del Águila" y Daniel debieron fraguarlo en silencio con sus miradas la tarde anterior en Limpiopungo; y en parte, porque estas cosas creo que no se hablan. Se hacen. Aquella mañana de Diciembre, soleada y sin niebla,  Eva, Daniel, “Poder del Águila”, Alma, Héctor y yo, nos quedamos a cincuenta metros del refugio del Volcán Cotopaxi, situado a unos 4800 metros de altitud. Creo que es lo más cerca que he estado de la Luna, en sentido literal y figurado. Cotopaxi significa “Cuello de Luna” y es uno de los volcanes activos –explosivo, además- más altos del mundo, con 5897 metros. Estuvimos cerca de la Luna, pero sobre todo hicimos el camino hacia ella, lo hicieron, en justicia, Eva y Daniel, "Poder del Águila", y Jorge, un visitante que se unió casi desde el comienzo. Y los niños y yo, los acompañamos en su travesía. Tanto, que fue un poco nuestra, también. Empezamos juntos, y nos bajamos, cuando empezó a llover, juntos. Jamás olvidaré vuestra fuerza y vuestro coraje en el Cotopaxi. Tú incluso subiste algunos tramos sin silla para suavizar una endiablada subida, de arena volcánica, escurridiza y más empinada de lo que parecía. Ahora lo recuerdo y soy más consciente que entonces de lo que conseguísteis, de vuestra resistencia, de vuestra voluntad, de vuestra fuerza, y de vuestro empuje. Uno tiene la sensación de que los límites siempre están más lejos de donde se encuentra, cuando está a vuestro lado. Fue increíble.  Increíble...
 

…De vuelta, cuando salíamos del Parque Nacional de Cotopaxi, desde el coche, no paraba de mirar a este volcán imponente y bello; marrón grisáceo en la base, que contrastaba, en la distancia, con el verde de la hierba del páramo; de tierra rojiza en el medio; y, blanco, helado, deslumbrante, en su parte alta y en la cumbre. Frío por fuera y con fuego dentro, el Cotopaxi. Miré también al otro lado, y me despedí del cóndor hecho volcán o montaña, de su hermano, el Rumiñahui; y, por supuesto, de la Laguna de Limpiopungo, de la laguna que significa “puerta de entrada al valle”,  y que para mí significó, entrada a otra etapa, a algo distinto pero en parte conocido, de nuevo a la calma, a la paz, a la libertad serena, a los atardeceres silentes, y a la vida, una vez más. Renacer. Renacer siempre. Con serenidad, con fuerza, con libertad. Esta vez, en Limpiopungo y en el Cotopaxi. Allí, a primeros de Diciembre... 

 
 

jueves, 18 de diciembre de 2014

En Quito...

...Árboles centenarios cuya silueta se percibe sobre el fondo gris del Pichincha. Y, por encima, las nubes blancas que dejan traspasar una luz de atardecer que te deslumbra. Niños de ojos negros y mirada despierta de no más de tres años corretean a nuestro alrededor con un desparpajo asombroso. Se respira vida. Anochece, y el cielo se acorta desde la altura...(en el parque "La Carolina", el último domingo de noviembre, al lado de vuestra casa, entre las calles "6 de Diciembre" y "Eloy Alfaro").



Me desperté dos días antes con margaritas naranjas en la mesita de noche. Preciosas. Naranjas. En un ramo, con otras florecillas lilas y rosáceas que las acompañaban a la perfección. Fue vuestro regalo acertado de bienvenida,  porque ellas, y los Pichinchas a través de los cristales, se convirtieron en mi primera y larga imagen de un Quito que se me resistía…El despertar a vosotros fue inmediato. Allí, os encontré perfectamente instalados, en otra altura, con otras vistas, pero con vuestro trabajo, con vuestras nuevas obligaciones, en una enorme mesa de esas que os unen. Me gustó conocer esa cotidianidad vuestra, reconocer algunos ingredientes, y compartirla. Sobre todo, compartirla, con sabor a guayaba, guanábana, mango, granadilla o naranjilla –esos placeres gustativos que sin duda procedían  de  lo que en otro tiempo fue “otro mundo”, e incluso a mí me pareció que ahora…-.  Luego, vino el despertar a la calle, pero a poquitos. De esos poquitos retengo, como un tesoro, los almuerzos en el centro cultural Metropolitano. Un remanso de paz, en medio del bullicio de la Plaza Grande y del centro de una ciudad que además de vivir hacia afuera estaba en fiestas, donde yo, como en una ensoñación, oigo al recordarlo un piano, y veo una cúpula acristalada en un  patio interior mirando por la ventana del restaurante que allí había. De la existencia de la cúpula, tengo pruebas fotográficas; de la música de piano, mi recuerdo es vívido, y vuestra complicidad también. Y, eso, ya me basta. Desde el Panecillo, Itchimbía, el mirador de la casa de Guayasamín, o el teleférico que subía al Pichincha, pude ver con perspectiva esta hermosa ciudad, encallada en un valle, a mis ojos y a primera vista alargada y flanqueada por esta parte de los Andes, que después se extendía y agrandaba con barrios enteros de casitas de colores diseminadas por las distintas laderas de los volcanes. Con sol y sombra, sobre todo por la tarde. Formando un tapiz de verdes y algunos rojizos alrededor de unas nubes inquietas, y de niebla que iba y venía, dejando casi siempre sentir unos rayos de sol verticales. Ese día, el de Itchimbía, y el del Mercado de La Mariscal, supe que ya empezaba a captar el Quito en el que vivíais. También vimos la Compañía, claro. Nos recreamos no sólo en el barroquismo dorado de su interior, sino en la perfecta armonía y “elegancia” con la que estaba construida y adornada. Me asombró mucho. No era el estilo que suele gustarme. Pero ese brillo, esas puertas, esa sensación de luz inmensa, y de nuevo esa armonía, que de alguna manera simplificaba el barraco,  se quedaron conmigo, y me ensancharon. Varias veces te miré, y pensé que a ti también.
 


 …Fue el taxista de la costa, de la zona de Guayaquil, alto y con rasgos distintos a los ecuatorianos que yo estoy acostumbrada a ver –estos suelen proceder del altiplano-, el que me dio más pistas de la gente de allí y de su diversidad. Su extrema amabilidad en el lenguaje, su espíritu de acogida y de apego a la familia, su ritmo calmado, y la enorme importancia de la mujer en el sustento de la economía familiar, que percibí, encajaron con lo que conocía y pensaba. Pero ese espíritu disidente y peleón de este hombre, que contrastaba con la aparente docilidad generalizada que se respiraba –vosotros me dijisteis que más en el lenguaje que en los actos-, me gustó. Sobre todo cuando la lucha por una sociedad mejor, se mezclaba con el predeterminismo de “pasa lo que tiene que pasar, independientemente de las circunstancias”. Muchos contrastes que despertaron mi interés…Más aún cuando sabes que allí, en Quito, existe una “capilla del hombre”, además de las dedicadas a Dios o a los Santos, precisamente porque de estos se sabe menos que del primero y sin embargo existen centenares... Una Capilla del Hombre. Me fascinó esta idea del pintor y escultor y muralista, Guayasamín. Descubrí que su talento y fuerza eran capaces de mostrarnos muchos rostros del hombre, y de despertar -de fuera adentro, y de dentro afuera-  muchas almas. También me gustó que después de su etapa del llanto, y de la ira, viniera la de la ternura. Es de nuevo esa reconciliación tan sabia de quien se sabe un hombre con todas sus consecuencias y contradicciones. Pintó a Paco de Lucía en una hora. Los principales rasgos del rostro de una persona no cambian, perduran a lo largo del tiempo, se quedan, pensaba, decía y pintaba. Cuando salí de su casa, vi a mi izquierda el árbol de la vida, y a la derecha, a vosotros. Sentados, comiendo, tranquilos, mirando a esta ciudad alta y de apariencia neblinosa, de casas de colores vivos, y volcanes al fondo, donde sólo se respiraba silencio, y ganas…
 
 
“Por los niños que cogió la muerta jugando, por los hombres que desfallecieron trabajando, por los pobres que fracasaron amando, pintaré con grito de metralla, con potencia de rayo, y con furia de batalla” (O. Guayasamín, En la Capilla del hombre).


sábado, 8 de noviembre de 2014

"La sal de la tierra"

...Cuando alguien ha vivido de cerca la barbarie, y ha sabido captar desde una profunda empatía, que va más allá de la mirada y la presencia, el rostro del hambre y de la guerra, de los éxodos, y del dolor humano, es difícil imaginarse una reconciliación con la condición humana tan épica, tan enorme y tan valiente: plantar 17.000 acres con más de 2,5 millones de árboles, para combatir una parte de la deforestación de la selva amazónica de su Brasil natal, de la tierra donde se crió... 
 
Conmovedoras y durísimas imágenes las del documental "La sal de la tierra". Brillante manera de aproximarnos a los viajes, a la fotografía y al mundo de Sebastiao Salgado, la de Wenders y Riberio Salgado, su hijo. Extraordinaria vida y estimulante forma de afrontar la decepción por todo lo humano, de seguir, de no pararse, la de Sebastiao y Lelia, o la de Lelia y Sebastiao, todo en uno. Volver a los orígenes. A la tierra. Plantar. Renacer.
 

domingo, 26 de octubre de 2014

Tirantes. Noche. Octubre. Bola del mundo

...En tirantes, con la ventana abierta, de noche a las siete de la tarde, y con la bola del mundo al lado, me muevo al ritmo de una canción que oigo en la radio, mientras intento preparar las clases de mañana. Una canción conocida, que no identifico, con mucho ritmo, pero suave. Hoy es un día raro. Los cambios estos de horario, que anticipan la noche, cuando no nos ha dejado todavía el calor, nos remueven, y crean paradojas como la que estoy viviendo en estos instantes. Tirantes, noche, finales de octubre (y bola del mundo, conmigo, mirando, dispersa). 
...Me detengo en el Tibet y veo que está, a mi vista, casi más cerca de Afganistán que de la capital china, aunque tengas que pasar algunas fronteras. Y uno sabe que Pakistán separa a Afganistán de la India, ¿pero también de China? Esto siempre se me olvida, con los rasgos físicos tan distintos que tienen sus habitantes...Es  heterogénea, intensa, desconocida, perturbadora para mí, Asia. Y seguro que fascinante, como lo es, desde que recuerdo, poder deslizarme con la yema de los dedos de un país a otro, de un continente a otro, sin moverme del sitio, sólo haciendo rotar esa esfera que tengo a mi lado. Realmente, el formato no es tan importante, me quedo embobada también con cualquier mapa del mundo, recorriéndolo con los ojos y la cabeza. Relativizas tanto con sólo mirarlos. Ando organizando un poco mi vida, pensando en lo siguiente, porque en el hoy pensé hace un par de meses. Sólo un par, y ya es mucho. Me gusta la improvisación, y sé que la vida es una continua improvisación. Pero también que haya que crear las circunstancias para generar recuerdos (o no sé si me gusta esto, pero creo que es así), porque los días se vuelven perezosos, algunas etapas cansadas, y con un poco de inercia de aquí y otro de desgaste de allá, también nosotros y lo que nos rodea.
Leo mucho de todo, últimamente. Mucho. Me cuesta salir de casa. No me da tiempo a hacer o a leer lo que "tengo que" y lo que me invento. A veces para evitar, otras para afrontar. Y aquí sigo, en tirantes, con la ventana abierta, mirando la bola del mundo de soslayo...Ahora ya centrada en América, del Sur, al Este, en su parte andina...y en las clases, claro.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Diario

Hoy han pasado cosas. 
Ha sido mi mejor clase de yoga desde que empecé. Hemos trabajado la concentración y me ha ido bien. Luego, en la meditación final, relajada y exhausta, has aparecido tú en el líquido amniótico abrazado a mí,  flotando. En una de esas posturas de abrazos en las que nos dormíamos tan fácilmente en cualquier lugar pese a la aparente incomodidad de las mismas. Y he sonreído aunque seguía con los ojos cerrados. Es tremenda la cabeza. Así que no sé muy bien si te has colado en mi relajación, o es que al sentir la relajación, has venido tú. Me quedo con lo segundo. Porque, después, me he dado cuenta de que entre tantas aceptaciones y seguir porque sí -nada es terrible-  me estaba olvidando del gusto de las pequeñas conquistas, a las que les podemos prestar toda nuestra atención y  mimo. De que aunque algunas cosas importantes no vayan bien en este momento, se puede encontrar y construir un cómo, día a día, gratificante. Me había olvidado de lo que podemos controlar. Fíjate. Yo.