domingo, 20 de febrero de 2011

Y llegaron dos rosas amarillas...

Vas dejando pasar los días. Te desentrenas. Y ya nada parece necesario que te cuentes. Que retengas. Que interese. Y cuanto más tiempo dejas pasar, más (te) pasa. El tiempo y la dejadez (no siempre deseada) tienen un potente efecto “licuador”. Como las fresas, las manzanas o los plátanos pasan del estado sólido al estado líquido en pocos minutos, igual sucede con los hechos, con las conversaciones, con las miradas, con los lugares, con lo que observas y vives. A veces tan sólo en instantes. No siempre uno puede prestar atención y reposo a todo, ni siquiera a todo lo que le llame la atención –o es consciente que debería llamársela-, pero el que uno no pueda o quiera hacerlo en determinadas etapas –sin reproches-, me hace darme cuenta precisamente de lo necesaria que es esa atención para encontrar un sentido a esto, a casi todo. Ojos abiertos (no sólo en el amor). Ojos abiertos para reconocer que existe lo excepcional en todas sus variantes y rangos de importancia - la rebelión del mundo árabe contra sus opresores de décadas porque ellos lo han decidido, dos niños que crecen cada día más confiados y sin miedo, la forma de diseccionar la condición humana de Márai en la Mujer Justa, la interpretación magistral de Natalie Portman en Black Swan…mis dos rosas amarillas -. Y tenemos que verlo. Y retenerlo. Interesarnos. Que lo cotidiano no puede desentrenarnos, porque, lo cotidiano, aunque a veces pueda parecer lo contrario, es no sólo el mejor entrenamiento, sino el contrario necesario para a veces encontrar sentido a esto, a casi todo.