Hoy han pasado cosas.
Ha sido mi mejor clase de yoga desde que empecé. Hemos trabajado la concentración y me ha ido bien. Luego, en la meditación final, relajada y exhausta, has aparecido tú en el líquido amniótico abrazado a mí, flotando. En una de esas posturas de abrazos en las que nos dormíamos tan fácilmente en cualquier lugar pese a la aparente incomodidad de las mismas. Y he sonreído aunque seguía con los ojos cerrados. Es tremenda la cabeza. Así que no sé muy bien si te has colado en mi relajación, o es que al sentir la relajación, has venido tú. Me quedo con lo segundo. Porque, después, me he dado cuenta de que entre tantas aceptaciones y seguir porque sí -nada es terrible- me estaba olvidando del gusto de las pequeñas conquistas, a las que les podemos prestar toda nuestra atención y mimo. De que aunque algunas cosas importantes no vayan bien en este momento, se puede encontrar y construir un cómo, día a día, gratificante. Me había olvidado de lo que podemos controlar. Fíjate. Yo.